EXPULSIÓN Y DIÁSPORA

Pedro Berruguete, «Auto de fe». Museo del Prado, Madrid

El camino final que culmina en el decreto de expulsión del 31 de marzo de 1492 se deja ver perfectamente en las Cortes de Madrigal de 1476 y en especial en las de Toledo de 1480. Entre muchas otras limitaciones se exigió que los judíos dejasen sus antiguos emplazamientos. Ya no servía que estuvieran encerrados en sus aljamas, ahora debían estar apartados y desplazados de las poblaciones cristianas. Por otra parte surge con fuerza la Inquisición, sancionada en la bula de fundación otorgada por Sixto IV en 1478, encaminada a controlar la verdadera conversión de los cristianos nuevos. La situación se hizo insostenible y los abusos fueron continuos. El papel de la Inquisición fue esencial en los acontecimientos que precedieron a la expulsión ante su denuncia continua del peligro que suponía la posibilidad de comunicación entre cristianos y conversos con los judíos.

La génesis del Estado Moderno que se iniciaba en la Baja Edad Media, en el caso hispano en el siglo xiii con Alfonso X, se encaminaba hacia una homogeneización social, política y religiosa en los territorios gobernados por el rey. Los antiguos pactos consuetudinarios de la Edad Media, entre los que se hallaba también el existente entre el monarca y la comunidad judía, ya no eran viables. El nacimiento del Estado Moderno no se podía permitir la existencia de una comunidad judía que no quería fusionarse con el resto de la sociedad, pues siempre sería foco de inestabilidad. La situación, algo más relajada, de las décadas centrales del siglo xv junto al talante de la primera parte del reinado de los Reyes Católicos no hacía pensar en una solución tan traumática. No cabe duda que el poder hegemónico que atisbaba la Iglesia en la futura y próxima nación moderna española, en donde la fe del soberano sería la única que se debía practicar en todos sus territorios, junto al brazo operativo de la Inquisición, convirtieron el tema judío en «Razón de Estado».

Aunque el decreto de expulsión en teoría garantizaba la salida de la comunidad judía que no quería bautizarse, de nuevo la picaresca y los abusos se multiplicaron. Algunos judíos se convirtieron e incluso otros lo hicieron tras el destierro para volver, ya que se les garantizaba en ese caso la posibilidad de devolución de sus propiedades y por lo tanto recuperar su situación previa. Según la ubicación de las diferentes comunidades éstas salieron por la frontera a Portugal, al Norte de África, a Navarra y a Europa occidental (Países Bajos e Inglaterra), no faltando las que se dirigieron a Italia y posteriormente a territorios del Imperio Otomano. En poco tiempo se produjeron nuevas expulsiones como la que se decretó en Portugal en 1496 o en Navarra en 1499.

El alto grado de hispanización alcanzado por la sociedad sefardí a lo largo de la Baja Edad Media avivó el anhelo del retorno. Si Jerusalén era su primera patria por designio divino, Sefarad sería la segunda. Nunca sucedió algo parecido con el resto de las poblaciones hebreas expulsadas de otras naciones europeas. Comunidades sefardíes de la diáspora continuaron su desarrollo cultural allá donde se encontrasen y orgullosas de su origen hispano conservaron, y conservan, con gran celo su personalidad, al igual que lo hicieron con su fe, su lengua y su cultura, tras superarse los cinco siglos de expulsión y los quince siglos de presencia continua en Hispania, al-Ándalus, España o Sefarad.


Fuente: http://cvc.cervantes.es/artes/sefarad/sefardita/expulsion.htm


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