(Residencia de ancianos Leon
Recanati, en Petaj Tikva, cerca de Tel Aviv.)
En los relajados jardines de la
residencia de ancianos Leon Recanati de Petaj Tikva –urbe cercana a Tel Aviv-,
Rachel, Simja y Soshana pasan las horas cosiendo jerséis de lana para sus
nietos, amenizadas por los agradables graznidos de los pájaros. “Nací en
Salónica (Grecia) y hablo Ladino, mezclado con palabras del turco y el griego”,
comenta Soshana mientras se coloca un dedal y agarra una fina aguja. “Yo soy
turca, y aquí todas hablamos en perfecto ladino”, interrumpe Simja. Tras
cantarme con alegría mediterránea varios versos en un castellano que entiendo a
la perfección, prosigue: “Mos vino a visitar un gacetero, mos estampó y tuvimos
con él una habla muy placiente”. Simja solo tiene buenas palabras para Sefarad,
pero dice que “aunque tuve mucho deseo de ir a España, jamás lo alcancé”.
El complejo del centro Leon
Recanati combina una residencia de ancianos con un centro cultural para
preservar la memoria histórica. La mayoría de sus cerca de 200 residentes son
ancianos originarios de Grecia, Turquía o los países balcánicos y conservan con
mimo el idioma ladino que hablaban de pequeños en sus hogares. Esta lengua,
también conocida como judeoespañol, surgió en las comunidades judías de Sefarad
(península ibérica), que tras la expulsión masiva que impulsó la Inquisición
católica en 1492, siguieron practicando en su exilio para mantener su vínculo
cultural y lingüístico con la tierra de sus ancestros.
Sharon Sela, trabajadora del
centro, me esperaba puntual en la secretaría para acompañarme a hacer una visita
rápida del lugar. Los residentes estaban exultantes por la visita de un joven
con una cámara y una libreta que pretendía documentar su historia. Mensahe,
emocionado, me ofreció compartir con él un cigarrillo y hacernos unos selfies
en el banco central de los jardines, desde donde sigue atentamente la vida
comunitaria. “La mayoría son refugiados de la Shoá, muchos de Grecia. Puedes
ver los números tatuados en sus brazos. Piensa que en Salónica el 96% de la
población judía fue exterminada o deportada. De 50.000, apenas quedaron 2.000
vivos”, apunta Sharon a la entrada del pequeño museo repleto de enseres
personales, escrituras en ladino y memorias de la vibrante vida de los judíos
sefardíes de Salónica.
Paneles y documentos originales
dan fe de la cantidad de organizaciones juveniles, de ayuda social,
publicaciones periodísticas y literarias o sinagogas que abarrotaban la ciudad
helena. “Torá ve avodá (biblia y trabajo) era el lema de entonces, ya que en la
comunidad era habitual la mezcla del estudio religioso con la formación
profesional” continua Sharon. Por ello, cuando David Ben Gurion –fundador del
estado de Israel- visitó la ciudad por primera vez, quedó fascinado: “Salónica
es como el Jerusalén de los Balcanes”, afirmó entonces el líder judío.
Una esquina apartada al fondo del
museo, con luz tenue, recoge las fechas y testimonios más crueles ocurridos
tras la ocupación nazi de Grecia. Sharon señala una secuencia de fotos que
recuerdan el Black Sabbath de 1942: “convocaron a todos los hombres de 18 a 55
en la plaza central de Salónica, en un julio especialmente caluroso. Mujeres y
niñas se encerraron en sus casas. Los alemanes les dijeron que sus vidas iban a
cambiar, que alguien nuevo mandaba”, recuerda la mujer. Entre las imágenes de
cementerios y sinagogas reducidas a escombros, familias subiendo a los vagones
de la muerte y espeluznantes porcentajes que acreditan la casi aniquilación
total de los judíos de Grecia, salta a la vista el cuadro con fotografías de
una pareja, con anotaciones en castellano y varios sellos con el águila de San
Juan, símbolo de la España franquista.
Ese cuadro da fe de la heroica
misión llevada a cabo por el entonces cónsul español en Atenas, Sebastián de
Romero Radigales, que a pesar de la negativa del régimen de Franco a aceptar
refugiados judíos en España, ayudó a cientos de sefardíes a escapar de las
garras nazis. Yehuda Saporta, que entonces era tan solo un niño, fue uno de los
afortunados que lograron salvarse: “en Salónica quedábamos 367 judíos con
pasaporte español, y yo era uno de ellos. Los nazis dieron un ultimátum a
España: o nos aceptaban en el país, o nos mandaban a Auschwitz como al resto”,
cuenta Saporta frente a una galería de retratos de supervivientes. Finalmente,
los alemanes los destinaron a Belgen Beser, un campo con “mejores condiciones”,
y Radigales logró in extremis mandarles a Barcelona en febrero del 1944.
(Haciendo ejercicio, Residencia
Leon Recanati.)
“Entramos a España por la
estación de tren fronteriza francesa de Portbou”, rememora. Estuvieron cuatro
meses alojados en distintos hoteles, comieron caliente, conocieron la ciudad
condal y siguieron bajando hasta Cádiz, “donde nos esperaba un vapor (ferry)
que nos llevó a la ciudad marroquí de Casablanca”. Tras cuatro meses recluidos
en una base militar norteamericana, les subieron a un tren rumbo a Oran, en
Algeria, donde subieron a otro barco con destino a Nápoles. Ya en Italia,
prosiguieron hacia Torino, para de nuevo enlazar con otro ferry que les
trasladó a Port Said, en la costa norte de Egipto. “En Said nos subieron en
camiones, y durante una noche entera cruzamos el desierto del Sinaí y llegamos
a Gaza. Los ingleses, que eran los patrones en esta tierra (durante el mandato
británico de Palestina), no nos dejaron entrar, y nos enviaron al campo de
refugiados de Naserat, que todavía hoy existe. Tras dos meses, finalmente
vinieron a buscarnos autobuses y nos llevaron al Beit Olim (casa de
inmigrantes) de Tel Aviv”, explica Saporta. Hasta entonces, jamás había
escuchado la historia de ningún superviviente del Holocausto que, en su huida,
hubiera pisado tantos países. Y, encima, narrada en un ladino pulcro y
perfectamente inteligible.
Mientras me muestra otros
espacios como el comedor o la pequeña sinagoga y charlamos con varias empleadas
filipinas -reconocidas por sus buenas manos con los mayores-, Sharon prosigue
con su explicación: “además de hablar en ladino, aquí se cocina la comida
tradicional sefardí, como burekitas, fijones o arroz con habas”. Y añade:
“mantenemos una vida social muy fuerte, y traemos a jóvenes estudiantes del
país para que charlen con los residentes. ¡Incluso hacemos clases de baile
griego!, exclama.
Sharon continúa mostrándome
reliquias y contándome anécdotas: “esta bandera israelí es de 1914, del
congreso sionista de Salónica, y mantiene la idea original de Herzl con las
siete estrellas y el león”, dice señalando la antigua bandera con la estrella
de David. Lee nombres de sinagogas en Grecia que fueron apodadas según las
raíces de sus gentes, como “Aragón”, “Toledo” o “Catalin”. Por su probada
experiencia como obreros portuarios en Salónica, en 1932 el alcalde de Haifa,
Abba Hushi, impulsó una gran aliá (inmigración) de judíos griegos para que
vinieran a construir el puerto de la ciudad costera al norte de Israel.
Roni Araña, director del centro,
se unió a la charla en la sala central del pequeño museo. “Creo que es muy
importante lo que hacemos, porque hasta ahora aquí no hay ningún lugar que
explique como es debido la historia de los judíos de Grecia, todo lo que paso
antes de la II Guerra mundial y después”. Roni nació en Turquía, “pero mi nona
(madre), de la familia Modiano, nació en Salónica. No sé si la lengua que hablo
es español o ladino, ¿pero me entiendes, verdad?”, pregunta amablemente.
Entre viejas máquinas de escribir,
maletas o utensilios de cocina, Roni me descubre curiosos objetos que utilizaba
su madre, como una especie de peonza de madera “que usaba para arreglar las
calzas (calcetines)”, o un pequeño recipiente de vidrio “que se ponía con
calentura en la espalda para curar la fiebre”. Según el sosegado director del
centro, lo positivo del lugar es su informalidad: “aquí las criaturas pueden
tocar lo que quieran, incluso sentarse en las mismas mesas y sofás donde vivían
entonces los residentes de Leon Recanati en su infancia”. El periplo y la
mezcla cultural comporta que cada cual tenga identidades diferenciadas: “si me
preguntan de dónde vengo, digo que me siento turco, israelí y español. Puede
que nos echaran de España, pero tras más de 500 años nos quedó grabado en el
alma. El ladino no es solo una lengua: es la cultura, la comida, leer libros,
recitar las tefilot en la sinagoga, la música, los olores…es una parte de
nuestro corazón”. Con un grupo de unas 40 personas, Roni viaja una vez al año a
lugares donde se hablaba el ladino -Grecia, Bulgaria, Portugal, Italia, España,
Tetuán o Tánger- para estudiar la historia de sus antepasados.
En la biblioteca, contigua al
museo, espera sentada y paciente Matilda Cohen Sarano, una entrañable mujer
nacida en Milano, aunque sus padres eran originales de la ciudad turca de
Izmir. En un ladino de marcado y alegre acento italiano, recuerda que su “nona”
no quiso huir del país alpino cuando los fascistas impusieron las leyes
raciales, y ella, nacida en 1939, guarda en su memoria algunos episodios del
inicio de la guerra. “Escribí un libro de recuerdos solo en ladino. Mi hijo
quiere que lo traduzca al hebreo, pero ahora estoy ocupada terminando un manual
de conversación hebreo-ladino”, afirma Matilda, que siempre está ocupada con
nuevos proyectos. Y continúa: “si quedé en vida es por una razón, y es que yo
labore en ladino, porque hay poca gente en el mundo que sabe ladino como yo”.
De pequeña hablaba ladino solo en casa, y fuera usaba el italiano. Entonces, no
tenía idea que la suya era una lengua particular: “cuando fui a la universidad,
me di cuenta de que no era español como en España, sino judeoespañol. Ya en
Israel, me di cuenta de que hablaba ladino”.
(Matilda Cohen.)
Matilda hizo aliá con su marido
en 1960, tuvo tres hijos y trabajo 23 años como escritora en trabajos
administrativos y en los archivos del ministerio de exteriores israelí, pero no
era una tarea que le apasionara. Un día, su padre llegó de visita a Israel y
escribió una carta a Moshé Saul, director del programa ladino de la radio Kol
Israel. “Debemos salvar nuestra cultura”, escribió en la misiva. “Empecé a
hacer programas de radio en ladino, y se me abrió un mundo nuevo que ni me
imaginaba”, recuerda Matilda. Poco después, Saul se acordó de los cuentos de
infancia de su padre, y le encargó a ella que los recopilara en un libro. “Cada
día traducía unos cuatro cuentos, y cuando tuve unos 100 terminados, lo
mostramos a un editor, que me ofreció 1.000 dólares por publicarlo”, dice
visiblemente emocionada. Finalmente, su primer libro “Kuentos del folklore de
la familia judeoespañola” salió a la luz. Y fue tan solo el primer volumen de
una extensa colección de libros y artículos firmados por Matilda, que abarrotan
los estantes de la biblioteca. Mantener viva la llama del ladino es la misión
vital de los residentes del centro Leon Recanati, porque como indica un antiguo
refrán inscrito en la entrada, “el pueblo ke no konoze su pasado, su presente
es prove (pobre) y su futuro es kubierto de nuvlina”.
Fuente: http://www.mozaika.es